Autor: Leonel Fernández
El derribo del avión comercial de pasajeros de Malasia constituyó una tragedia humana desgarradora, que estremeció la opinión pública mundial, y que obligará a la realización de investigaciones exhaustivas que permitan establecer responsabilidades.
Pero el hecho del derribo del avión lo que pone de manifiesto es la nueva etapa en la que ha entrado a funcionar la política internacional, la cual se creía, por numerosos expertos, exenta de conflictos al término de la Guerra Fría.
No ha resultado así, aunque Francis Fukuyama llegase a proclamar que con el desmoronamiento de la Unión Soviética y la desintegración del modelo socialista marxista en los países de Europa del Este, la historia había llegado a su fin.
Lo que Fukuyama tal vez intentó sugerir, extrapolando los argumentos del gran filosofo alemán, Wilhelm Friedrich Hegel, en relación al triunfo de Napoleón Bonaparte frente a las tropas prusianas en la Batalla de Jena, en 1806, es que así como en esa ocasión se había producido una victoria de los ideales de la Revolución francesa sobre el viejo orden prerrevolucionario, con la extinción del comunismo se había proclamado el triunfo ideológico del capitalismo.
Sin embargo, algunos analistas se confundieron, y creyeron que la tesis del fin de la historia significaba la desaparición de los conflictos de la escena internacional; y si bien es cierto que desde el fin de la Guerra Fría se ha estado trabajando en la construcción de un nuevo orden mundial liberal, con una agenda más orientada hacia los temas del desarrollo sostenible, el cambio climático, la no proliferación de armas nucleares, la promoción de la democracia y el respeto de los derechos humanos, no es menos cierto que los conflictos militares por disputas territoriales, control de fronteras, controversias religiosas y divergencias étnicas, no han desaparecido.
La vuelta a la geopolitica
De hecho, a pesar del fin del mundo bipolar, de las rivalidades entre las dos grandes superpotencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, los viejos conflictos, por ejemplo, entre Israel y Palestina; Taiwán y China; las dos Coreas; y Turquía, Armenia y Kurdistán, nunca han cesado.
Más aún, a esos viejos conflictos se le añadirían inmediatamente después de terminada la Guerra Fría, las acciones bélicas desatas en la región de los Balcanes entre Croacia, Serbia, Bosnia, Kosovo y Herzegovina, como consecuencia de la desaparición de Yugoslavia.
Lo que ha surgido ahora entre la Federación Rusa y Ucrania es el resultado de la búsqueda de un nuevo posicionamiento de carácter geopolítico, en el que al mismo tiempo que Rusia procura defender sus fronteras, intenta crear las bases para su consolidación como potencia emergente en el ámbito internacional.
Esa búsqueda por parte de Rusia hay que interpretarla en el contexto de que al producirse la caída de los antiguos Estados socialistas de Europa del Este, éstos, en el tiempo, no sólo pasaron a formar parte del mundo occidental al integrarse en la Unión Europea, sino que, además, desde el punto de vista estratégico militar, de su antigua condición de miembros del Pacto de Varsovia, pasaron a formar parte de la estructura de sus antiguos rivales: la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Eso constituyó un punto de debilitamiento para Rusia, pues sus fronteras con respecto a Europa quedaron tan disminuidas, que pasaron a estar limitadas por lo que se constituyó como la Comunidad de Estados Independientes, que en principio estaba integrada por 15 países, que habían sido parte de la Unión Soviética.
A eso fue a lo que quiso referirse Vladimir Putin, al indicar en alguna ocasión que la desaparición de la Unión Soviética se había constituido en la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX.
Pero a eso se le añadiría el hecho de que al tiempo de instalarse misiles en Polonia, que era parte de las antiguas naciones socialistas de Europa del Este, se desató un cierto activismo por parte de la Unión Europea y los Estados Unidos de ir conquistando a los nuevos integrantes de la Comunidad de Estados Independientes, para que también formasen parte del bloque occidental y de la OTAN.
Así fue como los tres Estados del Báltico, Lituania, Letonia y Estonia, pasaron a integrarse a la Unión Europea y a su estructura estratégica militar.
Eso dejaba ahora a Rusia vulnerable, desde la perspectiva de sus intereses nacionales de defensa, con respecto a los Estados que sirven de línea limítrofe con respecto a Occidente: Georgia, Bielorrusia, Ucrania, Moldavia y Azerbaiyán.
Georgia empezó a dar demostraciones de inclinarse en favor de una relación con la Unión Europea en detrimento de Rusia, lo que ocasionó el conflicto bélico del 2008, en el que surgieron los territorios separatistas de Abjasia y Osetia de Sur.
Pero, además, en Azerbaiyán, hay activos movimientos separatistas, en favor de Rusia; y lo mismo sucede en Moldavia, en una región que resulta de alto interés estratégico para el gran país euroasiático.
Todo lo anterior nos hace comprender que lo que ha venido ocurriendo entre Rusia y Ucrania no constituye un episodio aislado, sino más bien que forma parte de una política orientada, desde el punto de vista defensivo, a la protección de fronteras; y desde el ángulo ofensivo, al fortalecimiento territorial para futuros proyectos de expansión en lo que Vladimir Putin ha definido como la Unión Económica de Eurasia.
Un juego de simbolos y gestos
Pero como parte del movimiento político táctico, al tiempo que Washington y Bruselas discutían establecer sanciones sobre Rusia por su anexión de Crimea y la continuidad de las hostilidades en el Este de Ucrania, Moscú rápidamente negoció un acuerdo de suministro de energía con China por valor de 400 mil millones de dólares en diez años.
Además de su valor comercial, ese acuerdo, por supuesto, también constituía una señal de que Rusia no estaba aislada en el ámbito internacional, y que, por el contrario, podía concertar acuerdos con el otro gigante del poder mundial, que es China. Inmediatamente después, a principios del mes de julio, el presidente Vladimir Putin emprende una gira por América Latina, tradicionalmente considerada como esfera de influencia de los Estados Unidos, y ese hecho, naturalmente, tiene que ser analizado como parte de un juego simbólico de exhibición de poder.
Esa gira empezó por Cuba, la cual se encuentra a tan sólo 145 kilómetros de los Estados Unidos, con lo cual se envía el mensaje subliminal de que también Rusia está en capacidad geoestratégica de estar presente en el área de influencia de los Estados Unidos.
Con Cuba, el gobierno de Putin firmó una serie de acuerdos comerciales, entre los cuales se incluye uno con las empresas petroleras estatales rusas para la exploración de un área donde la isla caribeña calcula que tiene 20 mil millones de barriles de petróleo.
Más aún, Rusia condonó un 90 por ciento de la deuda contraída por Cuba, lo que equivale a casi 32 mil millones de dólares, la mayor parte procedente de créditos soviéticos a su aliado durante la época de la Guerra Fría; y se determinó que el restante 10 por ciento, que alcanza unos 3 mil 500 millones de dólares, podrán ser pagados mediante proyectos de inversiones conjuntas en la isla.
De Cuba, Putin viajó a Argentina, la tercera economía de la región latinoamericana, que actualmente libra dos batallas, una por el reconocimiento de las islas Malvinas como parte de la soberanía del Estado argentino, y otra, contra los llamados fondos buitres, que forman parte de la mafia financiera internacional.
Finalmente, se trasladó a Brasil, el gigante de América Latina, a participar en la cumbre de los países de economías emergentes, integrados en el bloque de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), en la que se planteó, entre otras cosas, crear un nuevo banco de desarrollo, el cual será una nueva alternativa al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional.
En síntesis, el viaje de Putin a América Latina, constituyó una obra maestra en el juego de los símbolos del poder mundial. Su significado subyacente consistió en que si la Unión Europea y los Estados Unidos quieren incidir en su esfera de influencia en el caso de Ucrania, Rusia está dispuesta a devolver la afrenta en el caso de América Latina.
Así lo hizo, en una región donde en los últimos años se ha ido desarrollado una fuerte resistencia a la hegemonía norteamericana y una voluntad de construir, junto a las economías emergentes, un nuevo orden mundial multipolar.