Autor: Leonel Fernández
A mediados de la década de los cuarenta del siglo pasado, en América Latina se inició una etapa de transición de dictaduras militares a regímenes democráticos. Eso ocurrió, por ejemplo, en Guatemala, con la elección de Juan José Arévalo, en 1944; en Venezuela, con la llegada al poder del destacado novelista, Rómulo Gallegos, en 1948; o en Costa Rica, con el triunfo de José Figueres, también en el 1948.
Entonces se creía que la región había entrado en una nueva etapa de su evolución política, en la que definitivamente la única forma legítima de acceso al poder sería a través de las urnas. Pero pronto se evidenció que esto no era más que una ilusión.
A Rómulo Gallegos sólo se le permitió permanecer en el Palacio de Miraflores nueve meses, pues al cabo de ese tiempo fue objeto de un golpe de Estado encabezado por el general Marcos Pérez Jiménez; y una década después de haber llegado Arévalo al poder en Guatemala, esto es, en 1954, se produjo el golpe de Estado contra el gobierno de Jacobo Arbenz, cuyo único delito había sido la nacionalización de las tierras de la United Fruit Company, una empresa norteamericana.
En 1952, Fulgencio Batista, para frustrar las elecciones que tendrían lugar ese año, desalojó en Cuba al gobierno de Carlos Prío Socarrás. Al año siguiente, en 1953, el presidente Laureano Gómez, en Colombia, fue víctima de una asonada militar que condujo al poder al general Gustavo Rojas Pinilla.
En el 1954, tocó el turno al Paraguay, donde Alfredo Stroessner se alzó con el poder durante 35 años, el más largo período de ejercicio gubernamental en América del Sur. Un año después, en 1955, era al general Juan Domingo Perón, a quien le correspondía hacer sus maletas y abandonar la Casa Rosada.
En fin, era evidente que por el rosario de intervenciones militares que se produjeron, entre fines de la década de los 40 y la de los 50, para derrocar gobiernos democráticamente electos, la creencia del surgimiento de una nueva etapa democrática para la región, no había sido más que una esperanza desvanecida.
La segunda ola
No obstante, en la última etapa de la década de los 50, el péndulo político empezó a oscilar de nuevo en favor de la democracia, y un optimismo renovado volvió a cifrar las esperanzas en la emergencia de un régimen de libertades, respetuoso de la dignidad humana.
En 1958 se derrumbó el régimen autoritario del general Rojas Pinilla, el único dictador que tuvo Colombia en el siglo XX; y este fue reemplazado por el gobierno de Alberto Lleras Camargo, electo mediante el voto popular.
Ese mismo año, la democracia volvió a Argentina con la elección del candidato de Unión Cívica Radical, Arturo Frondizi, quien sustituyó el gobierno de facto que había estado al frente de la cosa pública desde la salida al exilio del general Perón.
Pero, de igual manera, el 1958 fue el año que vio hacerse añicos en Venezuela la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, y que vio aplaudir, con especial deleite, la llegada al gobierno, con el apoyo de sus conciudadanos, de Rómulo Betancourt, quien desde los años 20 se había destacado por su enfrentamiento a la dictadura de Juan Vicente Gómez.
En 1959, fue electo en Honduras Ramón Villeda Morales; y en 1961, asumió la Presidencia de Brasil, Joao Goulart, un hombre conocido por sus profundas convicciones progresistas.
En la República Dominicana, en 1961, luego de 31 años de dictadura, con el ajusticiamiento del tirano, Rafael Leónidas Trujillo, su aparato de poder se desmoronó, dando lugar a la celebración de elecciones libres, las cuales fueron ganadas abrumadoramente por el destacado luchador político e intelectual, profesor Juan Bosch.
En todas partes, en América Latina, para esa época, se respiraban aires de libertad. Las dictaduras, desacreditadas ante la opinión pública internacional, no hacían más que derrumbarse. Destacadas figuras intelectuales, como el colombiano Germán Arciniegas, hacían incisivas denuncias contra los regímenes de oprobio, como se pone en evidencia en su texto, ya clásico, titulado, Entre la Libertad y el Miedo.
Había una creencia generalizada de que por fin, la tan anhelada democracia, soñada desde los tiempos de la independencia, había arribado a nuestras tierras. De que, afortunadamente, los hijos de Bolívar, de O¥Higgins, de San Martín, de Martí y de Duarte, verían realizarse la cristalización de sus sueños y aspiraciones.
Pero, una vez más, ese ambiente de festejo y de regocijo por la llegada de un sistema subordinado a las leyes y garante de las libertades públicas, habría de evaporarse. Los llamados cuartelazos, asonadas militares o simplemente, golpes de Estado, volvieron a sembrar la angustia, el dolor y el llanto.
En una rápida sucesión de acontecimientos, en 1962, en Argentina, un golpe de Estado militar derrocó el gobierno democrático de Arturo Frondizi. Al año siguiente, en septiembre de 1963, las ansias de libertad en la República Dominicana se desvanecieron, al producirse el golpe que puso fin al experimento democrático de Juan Bosch.
Igual ocurrió en Honduras, donde al gobierno de Ramón Villeda Morales se le impidió culminar su período, instalándose la dictadura de Oswaldo López Orellano. En 1964 se materializó el golpe contra el gobierno de Joao Goulart, en Brasil. En 1966, le correspondió a Arturo Illia, en Argentina.
En 1973, Salvador Allende es bombardeado en el Palacio de la Moneda por el general Augusto Pinochet. Ese mismo año surge en Uruguay la dictadura de Bordaberry; y en 1976, de nuevo Argentina se convierte en blanco de la intolerancia militar.
Con la ocurrencia de esos episodios, la segunda ola democrática de América Latina había llegado a su fin. En realidad, se había esfumado, y ya para entonces empezaba hasta a dudarse de las posibilidades de que la democracia pudiese llegar, algún día, a florecer en nuestros pueblos.
Revolucion y tercera ola
Y es que no solamente eran los golpes de Estado. También eran los fraudes electorales y las diversas maneras de frustrar las aspiraciones populares de mayor libertad, apertura y participación.
Por esa razón, el triunfo de la Revolución cubana, en 1959, representó una esperanza para las jóvenes generaciones de América Latina. El ejemplo resultaba elocuente: si el camino democrático hacia la conquista del poder se encontraba obstaculizado, existía la alternativa de la revolución.
Jóvenes luchadores de distintos lugares de la región se preparaban para, igual que Fidel Castro, organizar guerrillas y conquistar el poder por las armas. Lo único que la lucha revolucionaria se vio afectada por la Guerra Fría, dando origen a que los Estados Unidos creyesen que cada acción revolucionaria, por verdaderamente construir la democracia, no era más que una acción de carácter comunista, que tenía que ser eliminada.
Transcurrieron exactamente 20 años para que una nueva revolución volviese a triunfar en América Latina, después de la epopeya cubana. Fue en el 1979 que el Frente Sandinista de Liberación Nacional logró arrebatarle el poder por las armas a la dictadura somocista, y fue también en ese mismo año que Maurice Bishop y el Movimiento de la Nueva Joya alcanzaron la victoria en Grenada.
Pero esas hazañas no pudieron repetirse en ningún otro lugar, y las propias revoluciones sandinista y de Grenada no pudieron sostenerse.
De manera coincidente, el péndulo en favor de la democracia empezó a oscilar de nuevo, por tercera vez, en dos décadas, en América Latina; y eso se inició por aquí, en el 1978, en las elecciones que permitieron la alternancia del poder en la República Dominicana.
Luego, durante los años ochenta, se extendió por todas partes en la región; y ahora, durante más de treinta años, por vez primera en la historia de nuestros pueblos, ha sido el sistema político dominante.
Movimientos revolucionarios que no pudieron conquistar el poder por vía de las armas, ahora lo han hecho a través de los votos. Por ese medio, los sandinistas reconquistaron el poder en Nicaragua, y de esa manera también lo han logrado el Frente Farabundo Martí, en El Salvador; los socialistas chilenos; y el Frente Amplio de Uruguay.
Una combinación de factores, internos y externos, ha determinado que la tercera ola democrática en América Latina haya tenido consistencia en el tiempo. Ahora, sin embargo, como lo han indicado un conjunto de pensadores de la región, de lo que se trata es de como transformar una democracia electoral en una democracia de ciudadanos.
Y obviamente, para lograrlo, la democracia habrá de tener la misma vitalidad que el primer día de una revolución triunfante.